No es que Sandra sea Mahatma
Gandhi, pero suele ser amable con la gente del trabajo, apoya económicamente a alguna
ONG que lucha contra la discriminación y hasta ha sido voluntaria en su barrio en
uno o dos programas a favor de la inclusión. Supongo que en esta
enumeración de bondades habría que incluir que ella es quien se ocupa en casa de
la mayoría de las tareas… claro que Sandra sale del ministerio a las 4 de la
tarde y su chica ha de quedarse a trabajar en el estudio de ingenieros hasta
las tantas, como es nueva y además mujer, tiene que demostrar yo qué sé qué
cosas a los de la empresa. ¡Y ya verás cuando se enteren de que vive con su
novia! Bueno, esto tampoco le quita el sueño.
El anterior catálogo de virtuosas actitudes no quita que no disfrute picando a su pobre compañera de despacho: Ángela, que se define a sí misma como “femenina, no feminista”. Sandra no puede con esas cosas.
-Ángela ¿tú eres consciente de
que hace no muchos años tendrías que pedirle permiso a tu marido para abrir una
cuenta?
-Ángela ¿tú sabes que si fuéramos
vendedoras en la sección de calzado de La Coupe Angloise -donde tanto te
gusta comprar- jamás ascenderíamos por ser mujeres?
Otras veces no es tan fina:
-Y el finde ¿qué, Ángela? ¿todo
preparado para pasártelo en la cocina?
Ángela la soporta porque tiene
buenos sentimientos y a pesar de estos desagradables comentarios Sandra se
porta bastante bien. Lógicamente, a veces le devuelve alguna pulla sin mayores
consecuencias. Hoy, sin embargo, le ha planteado un acertijo:
-Tú que eres tan lista, resuelve
esta adivinanza: un joven tiene un grave accidente de tráfico y es llevado al
hospital donde, para salvarle la vida, requiere una operación de urgencia. En
ese hospital trabaja una eminencia médica que se niega a intervenir: “Es mi
familiar. No puedo operarlo” dice. ¿Cómo puede ser eso?
-El médico es su padre ¿no?
Ángela, rápida, aprovecha su
oportunidad:
-¡¿Y por qué no su madre?! Yo
sólo te he dicho “una eminencia médica” ¿Tú eres la feminista y la guay? Todo
postureo.
Sandra o la Catástrofe Emocional.
No atina a replicar. ¿Cómo no ha caído en que la cirujana era la madre? ¿Cómo? Si
yo defiendo siempre la igualdad de género... Si de hecho me enamoro de las personas más que de su sexo... ¿Lleva razón? En el fondo creo
que “la eminencia médica” TIENE QUE ser un hombre… ¿Tengo prejuicios? Sí, tengo
prejuicios, inconscientes, de los de verdad… Ni brecha salarial, ni segregación
de las ocupaciones, ni techo de cristal ¡Pienso como un “señoro” como los que trabajan
con mi chica, y me falta un pelo para criticar como ellos las medidas contra la violencia machista! Como el marido de esta infeliz, que el fin de semana se pira
con sus amigos a jugar al pádel y a ponerse ciego de cañas mientras ella se
queda preparando comidas y poniendo lavadoras… Madre mía…
Pasa un breve lapso y Ángela, que
al principio esperaba una balbuceante réplica de su compañera que no haría sino
aumentar su triunfo, la contempla unos instantes y se desentiende. Sandra sigue
aturdida:
Yo siempre he criticado el
machismo circundante ¿verdad? ¿Cuándo empecé con lo que Ángela denomina postureo
feminista? A ver…
Su memoria se abrió como un álbum
de fotos antiguas; aparecieron dos fotografías a un tiempo:
1) foto: Atardecer
en la casa del pueblo de sus abuelos donde veraneaba toda su familia
2) foto: El
saturado color rojo en la cara de su hermana mayor: ¡el colosal mosqueo!
¿Cuánto hacía de eso? ¿veintitantos
años? Un agricultor, amigo de su padre, que pasó por casa de los abuelos a
saludar:
-Pues mis chicas son muy aplicás,
sacan muy buenas notas. Cómo será que hace poco vino el maestro a decirme que
la mayor tenía que seguir estudios en la universidad, porque es muy lista… Ya
tiene 16 para 17, pero el otro día se lo dije a ella: niña, olvídate de seguir
estudiando, que te vas a quedar en casa ayudando a tu madre ¡ni hablar de ir a
la universidad, que allí sólo se va a golfear!
Sandra recordó con casi risa cómo ese verbo, cuando lo escuchó entonces, le representó a la hija del señor aquel jugando al golf. Pero en seguida se diluyó la parte cómica de la situación:
En
la segunda foto podía ver vívidamente a su hermana, que había empezado el curso
universitario ese año, poniéndose de un color cereza, encarándose con la visita
y preguntándole si había nacido “en la puta Edad Media”, porque eso fue lo que
le dijo. Uf. Tuvieron que intervenir los padres para calmarla. “Mira, niña, tú
no entiendes nada” se atrevió a contestar el hombre mientras se escapaba de
casa. Menuda tarde. Menudo cavernícola.
Antes de que se extinguiera este capítulo
en su memoria, apareció otra foto: su amiga Olga del instituto, que antes de
conocerla había terminado un módulo de Artes Gráficas porque era una verdadera virtuosa del
dibujo, de la serigrafía y del grabado y quería dedicarse a ello. Qué pena
cuando contaba completamente abatida que su tutor de estudios al final del
módulo le había preparado las prácticas en las oficinas de una imprenta porque
“las chicas no pueden trabajar en los talleres”. ¿Pero eso quién demonios lo
decía? ¿el tutor? ¿los de la imprenta? Olga se encogía de hombros: qué iba a
hacer ella. El caso es que se desmotivó y abandonó para siempre sus
aspiraciones artísticas.
Más fotos asomaban a su cabeza. Sandra fue consciente de la rabia que le producían esas situaciones. Fue consciente de que en algún momento eligió luchar contra esas malditas injusticias que desde tiempo inmemorial habían roto la vida de las mujeres, mujeres que ella conocía en algunos casos. Y fue consciente de que esta tenía que ser una lucha constante, sin fin ¡porque ella misma, tan concienciada, podía olvidar que una eminencia médica era mujer!
En fin, cerró el álbum mental y
decidió que cambiaría de actitud hacia Ángela, porque a
pesar de su posicionamiento en la vida como “femenina, no feminista” (¡ya le valía también!) no
dejaba de ser otra damnificada del machismo.
Han pasado unos minutos. Sandra, recompuesta
y recuperado su punto de altivez moral que a Ángela le da tanto juego, se dirige
a su compañera:
-Llevas razón. He contestado como
si fuera machista. Pero te digo: cómo debe ser la discriminación contra las mujeres
que yo, que pienso en términos de igualdad, ya sabes, (sonrisa de Ángela; sonrisa de Sandra) caigo en trampas de
prejuicios como la que me has puesto. Hay mucho que hacer.
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Algunos domingos Ángela siente
bullir en su interior ideas vagas que la desconcentran, sobre todo si el viernes
ha mantenido alguna conversación larga con Sandra, a la hora de la comida o esperando
el bus. Muchas veces le cuenta historias de amigas suyas que lo pasaron mal. La
sensación extraña se le pasa rápido: tiene mucho que hacer todavía en la casa,
empezando por ayudar a los niños con los deberes.
Pero vuelve a abstraerse un
rato después, imaginando con tristeza a la chica de pueblo que no pudo estudiar
a pesar de lo inteligente que era; o a la artista aquella que Sandra dice que poco
menos que pintaba (o grababa, yo qué sé) como Durero y a la que no dejaron
hacer las prácticas en Arte, a la que destrozaron su vocación.
Ángela también conoce casos así. Pero le da algo de pudor contárselos a Sandra porque de alguna incomprensible manera cree que están relacionados consigo misma, y eso es una estupidez porque ella pudo estudiar lo que quiso y nadie le impidió aprobar una oposición y fue libre para decidir con quién casarse y cuántos hijos tener. Esas vidas no tienen NADA que ver con la suya.
Aunque -y no lo quiere pensar, pero lo piensa- si fuera hombre podría estar ahora mismo con sus amigotes de cañas, en vez de en casa, sin parar de trabajar.
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